Armisticio

ESCRITO Nº36
Una suerte de armisticio para conmigo mismo es lo que necesitaba cuando pensaba este relato breve, siempre atravesado por mi problema para vincular sexo-afectivamente a largo plazo y con un complejo de culpa proveniente de vaya uno a saber donde, siempre responsabilizándome de la percepción y sentir del otre acerca de mi persona.
Armisticio
(Domingo, 30 de Marzo de 2014 a la(s) 22:36)
"Exilio en lo personal"

Ellos me temían, me llamaban hereje por no venerar a su dios.

Toda mi voluntad fluía por mis venas, yo solamente rendía culto al origen de toda la vida,
a la tierra, a todos los elementos que me habían visto crecer. Pecadores ellos, que tomaban
siempre lo que deseaban del seno de nuestra Madre sin agradecerle siquiera por ello.
Sin embargo, en su infinita piedad ella los perdonaba. Yo no era quien para emitir veredicto
alguno. Solía pensarlos como hermanos a pesar de nuestras diferencias, al fin y al cabo todos
éramos hijos del polvo y algún día compartiríamos el mismo lecho.

Me dolía profundamente su soberbia, no comprendía su accionar ni porque Madre lo consentía con tanta tranquilidad. Para evitar disgustos hice del paraje que circundaba el pueblo mi hogar. Mi silencio, la carne de una palidez perlada, la oscuridad de mis parpados, que no se comparaba con la de mi larga y rizada cabellera, lo tísico de mi figura, junto a la parsimonia de mi andar, todo esto me daba un aura particular que atraía miradas socarronas.

Pero no fue mucho el tiempo que transcurrió hasta descubrir que no se me permitiría la paz para con ellos. Si ocurría un accidente, si los animales mugían o contraían algo, si alguien desfallecía unos minutos, cualquier suceso negativo que acaecía era, según ellos, mi responsabilidad.
Aun así me temían, yo poseía todo cuanto necesitaba en mi oscura arboleda por lo que no había vuelto a acudir al pueblo, yo no iba allí y ellos no traspasaban los lindes del bosque.

Todo cambio cuando una peste azotó cientos de vidas, dejando estertor por doquier. Los habitantes del pueblo, espantados, veían quimeras hasta en sus hogazas. Ahí lo comprendí, Madre finalmente se estaba molestando, pero ellos me atribuían el honor de tal acto.

Oh, si solo hubieran escuchado a su cobardía como siempre y no a su ignorancia.

Me encontraba recostada sobre un pequeño espejo de agua que se llenaba con las lluvias y que yo hacia perdurar más de lo normal, cuando el olor de madera chamuscada atacó mi olfato. Podía sentir todas esas vidas apagándose, mis otros hermanos, los que compartían el verde refugio conmigo.
Con un leve deseo extinguí las llamas hasta donde mi vista alcanzaba, pero por un tiempo el daño seria irreparable. Estaba decidido, si Madre lo había hecho antes entonces era mi turno.

Si tan solo no hubieran quemado mi hogar yo no hubiera tomado a sus niños.

Fue esa misma noche, entre como una sombra en cada casa y susurré, susurré palabras de juego, de ocio. Los junté a todos en una especie de plazuela, bailamos largo y tendido. Uno a uno se acercaban, yo los abrazaba y ellos me daban su aliento, y luego quedaban ahí, carcasas vacías de esencia. Algunos deambulaban, otros miraban al firmamento con la boca abierta.

Ellos debieron haber entendido, que hacían bien en temerme.

Me acosté rodeada por los infantes a la espera de las primeras luces del alba. Despertó mi ensueño el grito de la primer mujer que acudía a recoger el contenedor vacuo que había hecho alguna vez de hijo. Los agitaban, acariciaban, besaban, pero estos solo se quedaban de pie estáticos, ajenos a todo estímulo.

Acto seguido, me fue otorgado un nuevo seudónimo, "Bruja". Los pueblerinos, que seguían arribando, repetían a viva voz mi nuevo apelativo, casi parecía que estuvieran alabando, aunque  sabía que no era así.

Rápidamente tomaron restos de lo que parecía ser una parte de mi hogar y los acumularon alrededor de una larga vara de abedul empotrada en la tierra. Una hoguera atiné a oír. Tres hombres se acercaron y bruscamente me tomaron, uno de las piernas, otro de los brazos y el último del cabello. No ofrecí resistencia alguna, debo haberme reído inclusive, porque varias mujeres me escupían a medida que me llevaban al montículo de leños.
Otro hombre inició un fuego, muy pobre debo decir, el fuego, bueno, el hombre también lo parecía. Y la muchedumbre vitaba: "ARDE, ARDE, ARDE".
Para la satisfacción del grupo soplé y un viento hastío apareció avivando bastante el fuego.
"ARDE, ARDE, ARDE", continuaban vociferando.
Las llamas ya abrazaban todo mi cuerpo, purificándolo de algún vestigio de humanidad. Sin atadura o harapo alguno me dediqué a recorrer mi cuerpo desnudo y vislumbré, entre el fuego, que las pequeñas marionetas imitaban todos mis movimientos, eran similares a un fuego fatuo, aunque un poco más grandes y de llama carmesí. No emitían sonido alguno, solo ardían hasta que no quedaba más que cenizas. No puedo decir lo mismo de sus madres que desgarraban el cielo con sus gritos.

Para un mejor panorama descendí de mi flamante escenario, los primeros en verme parecían petrificados. ¿Acaso aún no se acostumbraban a mi perlada palidez o era que la función no había sido satisfactoria?.
"Arde", dije casi en un suspiro, mientras ladeando la cabeza a un costado y esbozando alguna mueca similar a una sonrisa intentaba enroscar mi pelo alrededor de mi cuello, cubriendo ligeramente mis pechos.
Esa conjuración dio apertura al clímax final del encuentro. Las llamas comenzaron un crepitoso baile, escapando velozmente docenas de llamaras serpenteaban hacia las distintas viviendas, consumiéndolas poco a poco. Las personas corrían, no parecían dar la bienvenida al fuego purificador.

Y yo, yo caminé de regreso a lo que quedaba de verde. Lloré, lloré por lo que había sido y ya no era. Llovieron mis ojos tanto que el agua lo cubrió todo, y no se evaporó, se estancó formando así mi nuevo recinto, que escondía cierta similitud con el anterior, solo que...

El verde ya no era verde.
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